sábado, 2 de marzo de 2013

Grandes doradas






                          Grandes doradas







En todas nuestras costas podemos encontrar grandes ejemplares de dorada. Pocas, cierto, pero, como en el caso de las meigas “haberlas haylas”. 

Si pretendemos capturar doradas de gran tamaño, lo primero que debemos es dotarnos de un equipo de surf-casting muy robusto, lo que es absolutamente necesario si consideramos que la dorada puede alcanzar pesos respetables y su defensa es siempre brutal.
El sedal será también grueso y resistente. Hay quien usa como bajo de línea cuerdas de piano, aunque esto ya me parece pasarse un poco, por muy melómano que sea uno.


Además, la carnada suele ser muy específica, como ahora veremos. De este modo, el aficionado evita que los pezqueñines del fondo se coman el cebo e invaliden el aparejo, pero, al poner un cebo sólo apto para doradas, se corre el riesgo lógico que, de no picar ellas, nos vayamos sin un mal pez para el recuerdo.
Una estrategia útil es la de combinar la pesca de la dorada con otras más polivalentes que puedan depararnos la captura de otros peces. De niño solía acompañar a mi tío Pepe, un leonés versado en el arte de atrapar truchas a mano que, en poco tiempo, se aclimató a los aires del Cantábrico y enseguida resultó ser un gran pescador de mar.
Pues bien, íbamos a menudo a probar suerte a un acantilado sito tras la iglesia de Santa María, en Castro-Urdiales, el templo más marinero que conozco. Pese al inconveniente de la mucha altura, aquel inmenso cortado de roca era (ya no lo es tanto) un magnífico lugar de pesca. Salían cabras, julias, fanecas, cabrachos, algún sargo... y doradas. 

La tita. un cebo excelente para esta especie. Así que mi tío llevaba tres largas cañas de lanzado. Dos de ellas aparejadas con anzuelos medianos y pequeños, con sedal fino y cebadas con gusana. 
Y la tercera, invariablemente con sedal del 0.50, un potente sagarra  y un anzuelo tipo prótesis del Capitán Garfio, del que pendía un cangrejo común de buen tamaño. 
Muchas veces, tras la jornada de pesca, recogíamos esta caña y ahí seguía el cangrejo, si no se lo había llevado un pulpo. Pero a veces, y tras amagar la caña con salir volando, clavaba una dorada. 
Se pueden imaginar lo que es izar un pez de estas características a lo alto de un acantilado. Y mejor que se lo imaginen porque me siento incapaz de describirlo. En fin, ¡qué tiempos! Pero a lo que íbamos: una estrategia mixta de este tipo, conviene ser tenida en cuenta por el aficionado razonable y que no se empecine en pescar doradas y nada más que doradas.
La dorada admite una amplia gama de carnadas que incluye muchos invertebrados, sobre todo moluscos y crustáceos. También se muestra muy golosa con todo tipo de anélidos o con la gusana llamada “tita”, que puede ser de un tamaño apreciable y entonces es uno de los mejores cebos que podemos ofrecerle. Además, como casi todos los espáridos -en mayor o menor medida- disfruta con el marisco.
Pero la dorada es un caso especial. Es el más marisquero de la familia, lo que ya es mucho decir. Por eso es aborrecida por los acuicultores que crían mejillón, berberechos u ostras, en cuyos emplazamientos acostumbra a realizar grandes destrozos.
Si encarnamos con navaja, no encontraremos demasiado problema para ensartarla en el anzuelo sin arrancarle las valvas, pero con otros moluscos no será tan sencillo. Con almejas, chirlas o berberechos, podemos optar por forzar ligeramente la concha, introducir el anzuelo y sujetarlo de la forma más firme que hallemos. Si es con mejillones, podemos forzar las valvas con un cuchillo e introducir el anzuelo, con la seguridad de que dicho molusco no lo “escupirá”.  Así presentaremos un magnífico cebo -que obtenemos por un módico precio en la pescadería- y nos aseguraremos que permanecerá en el anzuelo tanto tiempo como queramos, hasta ser atacado por una dorada. Con la excepción del pulpo, ningún otro animal marino comerá nuestra carnada. 
Los cangrejos también son excelentes. No importa de qué clase sean, aunque la mayoría de los aficionados nos decantamos por el cangrejo común, también llamado verde.

Lo mejor es no matarlo –muerto también pican, pero tendrá menor poder de atracción- así que debemos encarnarlo procurando no herirlo. Para esto existen varias maneras de hacerlo.
La más sencilla –y mi opción personal- pasa únicamente por amarrarlo con una gomita. También podemos prender el anzuelo atravesando el punto en el que las patas anteriores se unen con el cuerpo del animal, pero esta forma no garantiza una sólida sujeción y corremos el riesgo de herirlo gravemente.  
Otra manera, muy ingeniosa, consiste en secarle el caparazón y pegar allí el anzuelo valiéndose de unas gotitas de pegamento rápido y extra fuerte.
Si lanzamos a una zona de lecho blando –fondos arenosos o cenagosos-, lo cual es muy habitual, conviene amputar las patas anteriores del cangrejo para evitar que se entierre. Aún así, algunos lo consiguen, por lo que dar un tironcito de vez en cuando, nunca está de más.
Es frecuente que en uno de estos tironcitos, sintamos un peso excesivo en el aparejo. 
Entonces caben dos opciones:

A)      Que tengamos una dorada presa: Ocurre a menudo que aunque una dorada de gran tamaño haya comido la carnada, la puntera de la caña no detecte nada. Esto se debe a su formidable paladar, duro como una piedra, que le impide percibir el pinchazo del anzuelo. La dorada mastica despacio y puede llegar a destrozar un anzuelo no muy robusto. Por eso se da el caso de que, ni nosotros ni el pez, notemos nada. Si creemos que tenemos una dorada, debemos pegar un fuerte tirón para asegurar el clavado. Entonces se produce la brutal reacción del pez y es aconsejable, tan pronto como se clava, soltar un poco el freno del carrete, en especial si tenemos poco sedal en el agua o éste es poco elástico. Obrando de esta forma, evitaremos la rotura del hilo en los primeros compases de la lucha, que suelen resultar verdaderamente violentos.

B)      Que un pulpo o una sepia estén devorando nuestra carnada. El ataque de cefalópodos a los cebos destinados a la dorada es habitual. Aunque hayamos encarnado un gran cangrejo, esto no impide que una sepia –y menos aún un pulpo- se lo coman. A veces, podemos asegurar un firme clavado mediante un tirón, sobre todo de tratarse de un pulpo. En cambio, las sepias rara vez se aseguran con un tirón, pues lo normal es que clavemos una de sus garras –tentáculos- y acabe soltándose el animal acorde lo traemos hacia nosotros. Por eso conviene dotarse de una sacadera o salabre en el que introducir la sepia tan pronto la tengamos al alcance. Notamos que estamos trayendo un cefalópodo porque pesa y tira -suave y continuamente- sin la violencia ni las sacudidas propias de un pez. Con mucho cuidado y sin tirones, podemos conseguir traerlo hasta la orilla, incluso sin que venga clavado. Es tal la voracidad de estos seres que, por ejemplo, de encontrarse comiendo el cangrejo que teníamos de cebo, podemos arrastrarlos hasta la misma superficie sin que suelten su presa, por más que ningún anzuelo los retenga. 
La dorada se pesca todo el año y en todas nuestras costas, a profundidad variable. Algunos autores relacionan los periodos de freza con los mejores momentos para pescar a los grandes adultos, pues estos se acercarían a la costa y formarían bancos numerosos. Dicho así, la verdad es que suena bien, pero mi experiencia personal desdice esta rotunda afirmación. 
Para colmo, estos periodos de freza que algunos autores establecen en otoño, otros lo hacen en primavera y otros en invierno. Me inclino a pensar que la dorada tiene distintos momentos de freza a lo largo del año y que, además, cambian en función de que tomemos como referencia los ejemplares de un lugar u otro. Esto no es de extrañar y, más bien, lo curioso sería que se comportase igual una población asentada en aguas del Golfo de Vizcaya, que otra del Golfo de Roses, sin olvidar a las que viven en aguas atlánticas andaluzas o en las Rías Bajas, por citar solo algunas.
Lo cierto es que, en lo que concierne a su pesca, puedo asegurar que ésta es posible todo el año, si bien en el Mediterráneo parece ser más factible durante los meses primaverales y estivales, y el Cantábrico Oriental durante el otoño y el invierno. 
   




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